Cuando estudié Pedagogía, hace ya muchísimos años, una de las cuestiones en que más hincapié hacían mis profesores, en general excelentes profesionales por cierto, y que me quedó grabada con fuego (aunque, cierto es, alguna vez la olvido) era la de la absoluta necesidad de ser extremadamente cuidadosos a la hora de emitir opiniones de naturaleza profesional y, sobre todo, a la hora de escribirlas y publicarlas.
Insistían, un y otra vez, en tres aspectos a considerar en el ámbito del mensaje escrito; a saber: que “el papel lo aguanta casi, casi todo”; que “una vez publicado un texto nunca se sabe hasta dónde llega y a quién le llega” y “que el amarillismo y la inconcreción, son los que más lejos suelen llegar, por la facilidad de su asunción intelectual y la sencillez de su multiplicación y réplica”.
Y precisamente esta pasada semana comentábamos esta realidad con colegas y también con mis alumnos de un Master, a raíz de una serie de nuevos artículos y comentarios sobre cuestiones socialmente sensibles, que han aparecido últimamente en la prensa escrita (algunos firmados y/o atribuidos a “científicas” o a “científicos”).
Se trata, una vez más, de textos de naturaleza marcadamente amarillista referidos, por ejemplo, a las llamadas “macrogranjas” que, para empezar, como tales, no existen (quiero entender que pretenden referirse a granjas de elevadas dimensiones censales, sujetas a modelos intensivos de producción). No se olvide aquí que, técnicamente, la dimensión adecuada de una altamente tecnificada granja del siglo XXI, globalmente considerada, está íntimamente ligada a las características integras del entono dónde se ubica.
Cuando se leen estos textos con detenimiento, uno se puede dar perfectamente cuenta que, en la inmensa mayoría de los casos, se repiten, una y otra vez, en aras a nuestra inveterada costumbre de copiar sin saber, los mismos errores conceptuales de siempre: ruina de muchos ganaderos; contaminación masiva del suelo por heces, del aire por CO2 y metano; carencia de bienestar animal, etc. etc. etc. a los que se ha añadido últimamente el de la “producción barata de alimentos” (poniendo, por ejemplo, la tilapa, el pollo o la leche),
Lo realmente grave de toda esta cuestión es que muchas de las plumas que se permiten la licencia de escribir y publicar sobre estos temas, generalmente muy poco objetivados y tan controvertidos, suelen estar caracterizadas por las emociones y la buena fe, pero casi siempre por la osadía, porque la ignorancia es muy atrevida, y por no saber realmente ni de producción animal, ni, consecuentemente, de sus actuales sistemas y técnicas (actualmente altamente eficientes y eficaces, además de sofisticadas)
Y esto acontece porque las mismas, habitualmente, no trabajan inmersas en el medio pecuario, ni se juegan en él su dinero, ni lo estudian, ni lo analizan suficientemente o, al menos, no lo incorporan adecuadamente a su acervo intelectual, nutriéndose de publicaciones anteriores, en general, sesgadas (exactamente lo mismo está sucediendo, en no pocos casos, muy lamentablemente, en la mismísima actividad docente universitaria lo que acaba generando un bucle de mediocridad).
El resultado suele ser el de unos escritos pseudo – técnicos y/o pseudo – científicos, que, por una parte, logran un significativo impacto en una sociedad, la nuestra, cada vez más alejada del medio rural y más ignorante de la realidad agraria (agrícola y ganadera), en razón precisamente de su “amarillismo y alarmismo” y, por otra, desprestigian injustamente a la generalidad de los empresarios ganaderos y a su actividad empresarial (la ganadería del siglo XXI).
Un pequeño ejemplo práctico de lo denunciado en los párrafos precedentes lo puede constituir, tal vez, un detalle que aporta la nueva guía “La alimentación saludable en la primera infancia”, editada el pasado 27 de octubre por la Agencia de Salut Pública de Catalunya. En ella se vierten, con una base ciertamente didáctica y divulgativa, una serie de reflexiones y de recomendaciones, globalmente muy generalistas, pero adecuadas, correctas y acertadas.
No obstante, en ella, no pueden dejar de aconsejar “ajustar el consumo de proteínas animales (carne, huevo y pescado) a las necesidades proteicas de los niños (correcto, aunque sin más concreciones) y…evitar el consumo excesivo de proteínas de origen animal (correcto), muy habitual en nuestro entorno, porque está asociado a un mayor riesgo de exceso de peso en la infancia y en la adolescencia y tiene un mayor impacto ambiental”.
Lo que sí es realmente habitual, en el mencionado entorno, y sí está asociado al exceso de peso, es la falta de un ejercicio regular y ordenado, el excesivo consumo de alimentos ultraprocesados, el de alimentos triturados, el de bollos y similares, el de chuches y etc. etc…Por favor, no desenfoquemos el tema
Ésta es, en mi opinión, una forma, si se me permite expresarlo así, artera de “tirar la piedra y esconder la mano”. La misma puede llegar a afectar negativamente, en esta delicada cuestión, al comportamiento de las familias y de los colegios, y también puede llegar a dañar, aunque sea de una forma sutil, al consumo de proteína de origen animal (donde aquí, por cierto, no se menciona la leche) en una época del desarrollo humano, como son la infancia y la adolescencia, dónde precisamente el consumo de esta proteína de origen animal (en razón, entre otras cuestiones, de su aporte de ciertos aminoácidos esenciales) es absolutamente clave y fundamental.
Tengo la impresión, una vez más, que “el árbol…no nos deja ver el bosque”.
Carlos Buxadé Carbó.
Catedrático de Producción Animal.
Profesor Emérito.
Fonte: IACA